domingo, enero 18, 2015

El café San Francisco

El café San Francisco está justo a un costado de la fiscalía Coyoacán de la PGJDF, pero cuando vi a dos uniformados corriendo a toda velocidad directamente hacia mi, yo todavía no sabía esto, así que no pude más que pensar "ya valió madre" y faltaron milésimas de segundo para que levantara las manos pensando que me sembrarían quién sabe qué cosas. Pero no, siguieron su carrera sin apenas mirarme. El San Francisco, que es atendido por su dueño y del que casi podría jurar es un ex comandante de la procuraduría vecina, no genera una mejor impresión en un inicio, después de todo es un tugurio mal iluminado con techo de plafones húmedos y medio caídos, sillas y mesas de plástico sin ningún orden, una auténtica bola disco al centro y un tubo de bule que ha sido manoseado (y ¿cuerpeado?) por carnes seguramente poco candentes. Tiene una barra que no ha visto un trapo en mucho tiempo y en una esquina se puede apreciar un altar a San Judas Tadeo tamaño familiar. En resumidas cuentas ¡es sensacional! Después de echar una rápida ojeada por el lugar, mis ojos se toparon con un rostro que me pareció extrañamente familiar ¿quién, quién, quién...? ¡Pero claro! Justo apenas hace un par de meses atrás había descubierto por completa casualidad una canción que me emocionó y se grabó en mi como favorita. Como en el radio no dieron ninguna información sobre la canción o el autor, hice una búsqueda en internet y entonces conocí a Carlos Arellano, rockero mexicano que vio sus mejores años en los infames 80's; figura en la cual el mismo Saúl Hernández (entre muchos otros) se inspiró para sus primeras incursiones en la escena musical. Ahí estaba él, el llamado "maestro" por los que aprecian y saben del rock rupestre. No solo eso, en el lugar se llevaba a cabo un evento con otros "maestros" cuyos nombres yo desconocía pero todos los parroquianos coreaban sus canciones a grito pelado. (En algún momento entonaron "metro Balderas" y ahí sí, todos recordamos a Rockdrigo cantando a coro, chocando nuestras chabelas de cerveza aguada). Los parroquianos, por cierto, puedo asegurar que son parte de la decoración, pues siendo de lo más variopinto se mezclaban perfectamente con el resto de los demás: Había una vejita arrugada en un ricón zapateando a pierna suelta al ritmo de cada canción, por ahí un gringo de mirada perdida pedía mota en inglés a todo el mundo, estaban los rockeros amigos de generación de los músicos: pelo largo y completamente encanecido, barrigas descomunales y chamarras de piel. Atrás de nosotros, en otra mesa, estaba un tipo con toda la pinta de investigador de la procuraduría recién salido de cualquier película mexicana de hace 3 décadas. En la barra se acomodaron dos mujeres inmensas con tacones que desafiaban toda ley gravitacional y vestidos que apenas cubrían lo indispensable. Ahora que lo pienso dudo que fueran mujeres. Y así, nos dejamos envolver por la noche, entre tertualianos comunes y unos cuantos agregados, charlando, brindando y rockeando, hasta que sin muchos aspavientos el concierto dio por terminado y contentos, pero agotados después de días de trabajo intenso, decidimos partir. Al salir, miré sin disimulo a Carlos Arellano y le sonreí como despedida agradecida por habernos regalado tan bonita canción.

No hay comentarios.: