lunes, septiembre 30, 2013

Curso intensivo de gandallas al volante

Por desconocimiento del reglamento de tránsito del Distrito Federal ayer inmovilizaron mi autito. Le pusieron una "araña" y una multa que junto a la línea de captura decía "¡Ja! ¡Estúpida!" (o eso me pareció leer, pudiera ser que esa frase haya surgido sólo en mi cabeza) Corrí a pagar después de hacer la vaquita y llamé para que fueran a quitar el inmovilizador. Mientras esperaba veía cómo la gente que pasaba me miraba con sorna, y lo entiendo: la falta que cometí era una obviedad y una tontería pues pensé que el espacio público realmente lo era y mientras no estorbara cochera, ni calles, ni banquetas, ni rampas yo podía estacionarme libremente. Ilusa de mi. Por la tarde descubrí que ilusa no soy, sino pendeja, aparentemente soy la única pendeja en esta ciudad que respeta los señalamientos de tránsito (cuando no me estaciono en lugares donde aplica el parquímetro) y que conduce con un sentido de solidaridad y colaboración con los otros. Por otro lado también aprendí una lección que escribiré en letras de oro en mi parabrisas como una máxima imborrable: "Nunca te metas con otro conductor, no sabes cuál de ellos tendrá un brote psicótico ante la menor provocación" Así que ahí iba yo al volante tratando de no sucumbir a los embates del estrés trafiquero cuando un camionero que no tuvo tanto éxito como yo en el manejo de sus emociones me aventó su unidad haciéndola bufar como toro bravo y sonando su bonica desesperadamente por no avanzar cuando el semáforo estaba en rojo. ¡El semáforo estaba en rojo! ¿Mi reacción? Sacar mi manita por la ventana y hacer una ademán que podría interpretarse como "Relájate compañero, no avanzarás más rápido de esa forma" Y con ese ingenuo acto me había ganado un enemigo. La calle era de un solo carril (al menos uno con circulación porque en los otros dos intentos de carriles sólo había filas y filas de autos estacionados) y el camionero no tenía manera de rebasarme así que tenía que avanzar detrás de mi. Cuando reanudamos la circulación, yo avancé lentamente, muy lentamente, moviéndome apenas unos cuantos metros. Esto sí lo hice nomás por joder. Muy chingona yo. Pobrecita. El chofer estaba desesperado, sonaba la bocina, se me pegaba y cuando estuvo a punto de chocarme decidí que ya había tenido suficiente. Pero el chofer no había tenido suficiente ¡oh, no! Siguió amenazándome con su unidad, pegándose a mi pobre autito y sonando su bocina. Fue ahí, justo en ese momento cuando se me ocurrió que quizá me había puesto con Sansón a las patadas. Llegamos a avenida Revolución donde el semáforo me tocó en amarillo. Aparentemente amarillo significa "hunda el pie en el acelerador y no se detenga" pero yo en mi infinita ignorancia lo que hice fue frenar. Y al camionero no le quedó otra que frenar también. Y se quedó pegadito, bien pegadito. Mucho muy pegadito (lo recuerdo nuevamente entre sollozos). Pensé entonces que lo que debía hacer era avanzar en cuanto el semáforo así me lo marcara o de lo contrario el loco asesino podría chocarme. Olvidé considerar un detalle importante: Aparentemente la luz roja significa "No se le ocurra sacar el pie del acelerador que lo más importante es que usted cruce al otro lado de la avenida aunque se quede detenido en el siguiente semáforo y los que sí esperaron lo vuelvan a alcanzar sin ningún problema" así que cuando mi semáforo se puso en verde y aceleré estuve a cinco centímetros cinco, y esto lo digo de manera muy literal: fueron cinco centímetros los que impidieron que me estampara de lleno contra la puerta del piloto de un auto blanco de lujo. Sucedió en cuestión de segundos, no sé cómo fue que alcancé a frenar, supongo que tengo reflejos supra humanos que hasta ahora habían permanecido latentes. Frente a mi todo pasó en cámara lenta. ¡No mames, no mames! Repetía en mi cabeza mientras con las manos temblorosas intentaba controlar el volante. El chofer intentó aprovechar el episodio para por fin dejarme atrás, pero como yo vi que nuevamente hacía su aparición la luz amarilla, aceleré sin pensarlo y le impedí el paso. El conductor asesino interpretó mi osadía como una afrenta personal, así que en el siguiente cruce de calles y al intentar pasar un tope, el cacharpo (así se llaman los gritones pregoneros chalanes distractores de los choferes ¿sabías?) descendió de la unidad y se plantó frente a mi celular en mano. Yo me quedé congelada con las manos en el volante, sin poder reaccionar intentaba dilucidar qué carajos estaba haciendo el escuincle que no me dejaba avanzar. Tomaba fotos o video o ambos no sé si de mi, o de mi autito o de mis placas jalisquillas. Hice sonar mi bocina un par de veces, tímidamente, inútilmente. Pero él seguía. Cuando decidió que tenía la evidencia necesaria, se retiró dándole un golpe a mi carro y mirándome fijamente ¿Qué hice? Levantar mi pulgar hacia arriba en forma desafiante, aunque en mi defensa debo decir que en realidad fue una reacción involuntaria de mi estúpida mano que actuó en solitario, sin autorización de mi parte. Ah, pero eso sí, cuando volvió a tomar el volante, ahí si empezó a temblar otra vez ¿no? ¡La muy cobarde! Conduje como pude hasta un lugar seguro y tranquilo donde pudiera calmar mi ansiedad, nerviosismo y angustia, fui hasta el lugar al que recurro frente a cualquier dificultad y que amorosamente me brinda paz y cobijo: Un bar. Y mientras cheleaba desconsolada escribí estas líneas pensando en que ahora mi imagen estará circulando por quien sabe donde y los camioneros me centrarán tan pronto me vean y yo tendré que cambiar de identidad y auto y no podré subir más al transporte público y seré repudiada por el gremio por siempre jamás. Hay una reflexión mucho más profunda al respecto. Pero las chelas son pocas todavía como pa' dejarla salir.

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