sábado, diciembre 15, 2012

Perdida en la Roma

Fue una productiva mañana en la oficina después de haber disfrutado de una deliciosa quesadilla de quesos y hongos en La Marquesa, el día pintaba bien, así que decidí emprender la larga travesía hacia el Salón Covadonga, tradicional cantina de la Roma. Salí de la oficina y tomé un micro hacia metro Observatorio que atravesó todo el pueblo de Santa Fé, cuando por fin llegué, traté de orientarme, lo cual conseguí sin mucho problema y caminando entre un montón de puestos de fayuca y comida, entré a la estación, compré unos cuantos boletitos y me monté en el metro asegurándome de abrazar bien mi mochila pero poniendo cara de ser una citadina indolente más. Llegué hasta metro Insurgentes, donde según mi GPS debía bajar para tan sólo caminar unas cuadras hasta mi destino. Después de dar vueltas en círculo alrededor de la estación hasta adivinar dónde exactamente me señalaba mi navegador que estaba parada, y delatándome como turista, encontré la señalización que marcaba el aparato. A pesar de comenzar a desesperarme por no ponernos de acuerdo mi mapa y yo, me sentía contenta por moverme tan bien entre los servicios de transporte público del defectuoso, todo sin ningún contratiempo. Al final me topé con una puerta de salida que extrañamente nadie utilizaba “¡qué tontos! Todos haciéndose bolas por aquel lado y por aquí nadie pasa!” pensé. Cuando iba subiendo las escaleras y el olor a orines resecos se hizo cada vez más fuerte, empecé a sospechar que algo no estaba bien, cuando llegué al otro lado de la salida, me topé de frente con vallas de publicidad llenas de grafittis que bloqueaban el paso, y entonces vi a un grupo de gente que invadiendo el pasillo se encontraba sentada sobre viejos trozos de cartón, inhalando tonsol unos, empinándose botellas con contenido dudoso los otros, ¿y la calle? Había que escoger, derecha o izquierda, pero igualmente había que pasar entre los junkies del metro Insurgentes. “¡Ya valió madres!” fue lo único que atiné a pensar. Haciendo acopio de la mayor naturalidad posible, seguí caminando con paso firme mientras la banda me saludaba amablemente. “¡no mires a nadie a los ojos, no mires a nadie a los ojos!” Atravesé el grupo, caminé a paso veloz por el pasillo, y después de unos cuantos metros que a mi me parecieron kilómetros, llegué a la calle. Respiré aliviada, era la calle que buscaba y ya más tranquila comencé a caminar disfrutando de los viejos edificios art decó de la Roma. Pasé por el templo del verbo encarnado donde se celebraba una boda, un ambiente festivo llenaba la calle, entre vítores para los novios, me detuve a disfrutarlo unos minutos, más con el pretexto de descolgarme por fin la mochila del hombro. Caminé unos metros más y casi sin darme cuenta ¡por fin! Ahí estaba. Entré decidida tan sólo para encontrarme con una sorpresa: ¡pero por supuesto! No podía ser de otra forma: Había un evento privado y la cantina estaba cerrada al público en general. ¡Chale! pinche Murphy, nomás no me deja en paz. Comencé a caminar sin rumbo fijo, maldiciendo mi suerte por lo bajo, pero riéndome abiertamente por mi infortunio. El hambre ya se hacía presente desde hacía rato y ahora mis tripas comenzaban una sinfonía difícil de disimular. Las ganas de una chela helada me hacían babear cual perro frente a la chuleta. Y así, mientras seguía caminando, surgió ante mí de repente como un oasis en medio del desierto, cómoda terraza con mesas plegadizas de Tecate, música de rock sonando al interior, mesas de billar que invitan a la reta; el olor a comida me hace sentarme sin pensarlo. Y ahora, en este momento sentada frente a una chabela de cerveza de barril oscura y una enorme chapata de jamón de pavo no puedo más que disfrutar de la tarde. Dentro de un rato empezaré a preocuparme por cómo voy a regresar a casa, pero por lo pronto disfrutaré de la buena comida y bebida que la casualidad hoy me trajo

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